El amor en los tiempos de Feisbuk

31 marzo, 2017

(El Banquete de los Amores Ridículos Disney):
Una diatriba psicoanalítica a través de Disney, Kundera y Platón.

Y aquí vamos de nuevo. Tratando de encontrarnos en un mundo de vaciedad e inmundicia cotidiana; a una banalidad adscrita con basura plástica en el altar de Disney y a un sinfín de intentos por sobresalir entre una estandarización capitalizada. Aquí estamos, otra vez. Presos de nada y exentos de todo; demasiado libres cómo para poder sobrellevar la carga de saberse solo en el mundo, sin una guía divina-ridícula que pueda manejar el resto de mis actos. La niebla se interna en los recovecos más silenciosos de las células revistiendo lo mortal de desolación e inconexión con el resto: soy el único ser humano que se siente como paloma muerta de tres días.  

Y es que, de cuando en cuando, hasta los nacos saben amar. 

Vino entonces el catorce de Febrero, con su intelectualidad posada en tarjetitas de amaneceres inhóspitos y ratas de alcantarilla, mugritudes edulcoradas que cambiaron el ciclo de las emociones de una cierta serie robótica que resulta de la feminización, consecuencia de comenzar a tomar consciencia del poder que reside entre los muslos de un ovario. Se sacudió entonces el contorno de las ideas; unos por serotonina, otros por LSD; pero siempre en continua dialéctica cacofónica de colores pasteles.

Qué pobre y nefasto el tener que comunicarse a un nivel básico de entendimiento racional, filosófico, existencial.  Existencial, racional y filosófico. Filosófico, marihuana, tu sexo. El sexo, los vacíos. Los símbolos.  El amor, el amor nos destrozará otra vez.  ¿Qué caso tiene entonces amar y darle importancia al signo cuando todo se reduce a la arbitraria tarea de comprar?

—Te amo, cariño. Te he traído Tiffany’s.

 —Gracias, insecto. Pero preferiría una cagüama.

¿Es acaso esta mundanidad tan poco caótica lo que resulta de la explosión estelar de tanto desviado? ¡Cómo si no fuera insultante ya el tener que ver mujeres pendeji-sometidas cuando sus abuelas quemaron el sostén! Pendientes de los estados y actualizaciones que la nueva versión que el Iphone tiene ante sus ojos carentes de letras. Luchas perdidas. De esos significados ya no queda nada, más que la significante de Victoria’s Secret. 

Puede que ya hayamos perdido, si hasta los cínicos han aprendido a decir “te quiero”; cómo si el amor que nos venden en San Valentín fuera el mismo que valiera la pena reflejarse en un poema a cuatro versos, reflexionarse en un sádico romance de poeta muerto, vendido entre el juicio de la televisión de las necesidades políticas, económicas, fascistas. Puede… puede que entonces todo esté hundido, sometido a la mierda idiosincrática de la imposibilidad de separar el signo de su esencia fenomenológica, del origen y causa de todo elevado y místico ícono de la subversión artística y profesional: la necesidad de todo ser humano a sospechar, a fluir, a ser Superman. 

Si, ahora hasta los gatos pardos saben amar y cualquiera se siente con derecho a proferir esas dos simples palabras que cambian el curso de la elíptica galáctica entre nuestras dimensiones, como si ese amor tan funesto y decadente fuera digno de lanzarse al hoyo del conejo con el fin de encontrar el país de las maravillas.  No es de extrañarse, supongo.  ¿Acaso este no es un mundo que dinamita la mediocridad?  Si esperara verdades irradiantes de sus raíces infértiles, sería el término de mi locura. 

Una de las características de la intelectualidad del siglo XXI es la necesidad de poner en un escrito sus frustraciones proyectadas en contra de la ideología Disney; como si al cagarle encima al pedófilo todo fuese a cobrar un sentido mucho más real y nos diera cierto derecho al cinismo y la gracia de negar el concepto de Amor como si de ello dependiese nuestro futuro de grandes criptólogos de la mente humana. Comprensible, prácticamente. Ya bien señala Ricoeur, nos encontramos en un espacio temporal donde la crítica es necesaria para mantenernos en constate dialéctica, punto que es el pilar de la misma escuela de Frankfurt y que; sin embargo, ha pasado por alto la obviedad más simples plasmadas en los escritos del máximo representante del Complejo de Edipo –Freud para los cuates- acerca del inconsciente: que este es un mundo completamente aparte del mundo del consciente, se maneja con sus propias reglas y que –por tanto- no puede ser sometido a medición por el mundo consciente de lo racional.

Explicado por Jacques Lacan, lo real es aquello que no puede expresar por el lenguaje, no se puede decir y no se puede representar; lo que no cesa de no escribirse, mediado por lo imaginario y lo simbólico. Es en este registró de la imaginario que nosotros comenzamos a interiorizar significados. No es de extrañar que una generación que fue educada con el mainstream de Disney presente dentro de su inconsciente ciertos conceptos y formas básicas en las cuales moverse dentro de su propio mundo simbólico compartido, el inconsciente colectivo que presenta ciertos arquetipos básicos (fémina, masculino, amor, amistad, color de piel) que representa lo imaginario constituido por un proceso que requiere de una cierta enajenación cultural; es decir, los amores ridículos.  

Probablemente sea Aristófanes quien le dé su fama al Banquete con su narración acerca de cómo los humanos estamos condenados a buscar por siempre a nuestra “media mitad”. Las medias naranjas que a la marga terminan siendo manzanas, peras y en algunos casos limones. Ridículo o no, está presente en cada uno de nuestros actos, pugnando por salir en cada cursi pulsión de serotonina, dopamina y oxitocina. Como bien señala el príncipe Eric: “Debe andar en algún lugar, solo que… todavía no lo encuentro; pero cuando lo haga, sentiré como si algo me golpeara, como un rayo”.

La ideología Disney ha terminado por formar una utopía en praxis de lo que el amor, la sexualidad y la vida representa en la generación de los niños de los noventas.  La representación del amor es algo básico en todas las películas de Disney, que muestran por ciertas etapas el discurso del mismo banquete. Como señala Aristófanes, nos encontramos en una búsqueda constante de ese amor; si, pero marcado por los estereotipos que se nos han sido enseñados en base a los conceptos. Mujeres de medidas exactas, ojos seductores. Hombres que aparezcan en el momento preciso en el cual son necesitados, salvando la vida de la fémina. Un amor loco, impetuoso, dispuesto a arcar época. Si, somos mexicanos, los nacos que después de todo, también saben amar a la Disney.

Mucho se ha dicho ya del como Disney es una cultura de entretenimiento a la que solo le interesa vender; pero la realidad es que más allá de generar ingresos con sus productos, termina por permear  el mundo simbólico en el cual nos desarrollamos; por lo cual, no es de extrañarse nos encontremos en esa constante búsqueda del príncipe encantado en corcel de metal, ese “rayo” que terminará por golpearnos, por encantarnos en las caderas prominentes de una feminidad sumisa en espera de ser deslumbrada. Amor eterno. Felices, felices todos los días.

Es en el Banquete –por cierto- donde se puede observar como después de más de dos mil años, se sigue estereotipando al amor en torno a sus cualidades inmediatas, dejando el amor profundo para aquellos que prefieren revolcarse entre su misma frustrada intelectualidad. Un amor lógico, Aristotélico. Un amor metódico, Descártico. Un amor ético, Spinozo. Un amor tirano, Hóbbico. Un amor liberal, Lockiano. Un amor salvaje, Rosseauoso. Un amor trascendente, Kantiano. Un amor dialéctico, Hegeliano. Un amor positivo, Comtiano.

¿Y qué queda para la generación Z? La búsqueda del amor Nietzscheano, más allá del bien y del mal. Un amor revolucionario, Marxista. Un amor ideal, Platónico. Utopías.

Y aquí donde los contrastes entre lo que son estas utopías y la realidad se encuentran en mariposas con pájaros muertos, puesto que dentro de los arquetipos se olvida el contraste con lo que los sentidos experimenta. No hay grandes pasiones y tampoco grandes momentos. Dentro de la lógica de amor mexicano, nos encontramos comprando rosas y tarjetas para costumbres que ni siquiera comprendemos, esperando de esta forma poder llegar al motelito de paso en turno a dar rienda suelta a las frustraciones en diez minutotes de placer que no terminan por satisfacer esa búsqueda constante del otro.

El amor, el mito más anciano.

Lo que siempre termina por salvar al hombre su propia miseria, que le hace virtuoso, que le hace inspira valor y te lleva a morir por el otro. Sócrates termina por cagarse en el amor de Disney. No hay gracia en morir por el otro cuando lo difícil es vivir por ti mismo. Si el amor es lo más capaz de hacer feliz a alguien, también puede destruirle con la misma facilidad. Es cuerpo. Afrodita popular que nos pide satisfacernos en el constante deseo. Seres imperfectos que sin el otro no llegan a ser suficientemente poderosos como para hacer temblar a los dioses, porque solos no son amenaza. Idealización pura. Un simple, cochino, malbaratado e irreal amor platónico, que terminará por sacudirnos los sesos. Masturbación mental interrumpida. El aborto de tu esencia. Porque enamorarte es volverte otro, perderte. Olvidar el egoísmo. Dejar de hacer que la tierra gire alrededor de ti… para convertir a la chuchita en turno, en el mundo completo. ¿O es que acaso los amores ridículos no también son fanáticos?

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