Aquí sólo el Gallo canta

Su cuerpo quedó inerte en las escaleras del metro. Corrió varias calles, se ocultó por varios meses y ni así escapó de la muerte. Un charco de sangre cubrió la estación de la línea verde del Sistema de Transporte Colectivo. Potrero fue la última morada. Los curiosos no se hicieron esperar, cambiaron su ruta para ver al muertito del día que pegó la corretiza nomás de ver a un muchacho con gorra negra y sudadera blanca con letras grandes “Dolce Gabbana”.

-¡Vas a valer madre!, grito iracundo el hombre que lo perseguía

Pedazo de metal, polvorín de muerte, ardiente, peligroso, preciso, como si supiera que está destinado para la desgracia. Da en el blanco. Cae y la vida se desvanece en el ocaso, multicolor e infernal. Junio abre paso a la desolación.

El pueblo se asusta. Se entera de la muerte del jefe del líder del Cártel del Centro,  Arturo Zuñiga.

-¡Ahora sí vamos a aprender amar a Dios en tierra de indios!, dice Sergio mientras limpia su taxi, ése que trabaja todas las noches de nueve a seis de la mañana. Su voz se hace temblorosa al hablar de la violencia. Hace unos meses su vecino fue secuestrado en la esquina de su casa y no se sabe su paradero. Ni se sabrá.

-¡Pinches zetas nos van a cargar a la chingada!, grita en voz baja para no se ser escuchado. No importa, la calle es silencio desde las siete de la noche

-¡Dicen que ya llegaron los Templarios y que harán el cobro de piso! Pinches ventas de por sí estás bien bajas y ahora…

-¡No compadre, no se espante! Esto no puede durar para siempre.

Siete de la mañana. Junio de 2013. Iglesia de San Pablo Xalpa. “El jefe murio. No hay nada que celevrar. Si hacen la fiesta del pueblo habrá muertos. No le juegen al vivo. Viva el Gallo!”, mensaje que aparece en la puerta del templo de Dios, ser que ha olvidado a esta tierra que desde hace seis meses se encuentra en medio de la sangre.

El sacerdote observa atónito, su mano comienza a temblar, sus pasos son lentos, inseguros, pero con voz firme pide que retiren inmediatamente el aviso para evitar que más gente lo vea. Demasiado tarde, el pueblo entero lo sabe y ha decidido no participar en el festejo del Santo Patrono.

Las cortinas se bajan, los negocios cierran. La feria espera pacientemente mientras la lluvia cae sin aviso alguno. El cielo llora por la muerte del meromero, dirán los involucrados en el narco. El cielo llora porque en este país ya no hay de otra, rezar ha dejado de ser suficiente. Ahora hay que esperar a que la muerte nos encuentre, esperar con dignidad que nuestra vida se acabe por la luz de una bala.

Con temor, algunos lugareños llevan a sus hijos a los juegos mecánicos. Sonrisitas pícaras se escapan, los ojos brillan, la ilusión y felicidad de un niño no dimensionan la brutalidad que está por azotarlos. Canicas, algodones, huevos con confeti, espuma, harina, luces multicolores, gritos estrepitosos. La gente confía y comienza a salir más y más.

Las familias deciden salir, todos vestidos de pipa y guante porque van a ir a “El Castillo”, ese aparato que arman los lugareños con pirotecnia para festejar al Santo cada año. Las guerras de espuma no se hacen esperar, la música suena, los niños corren, es divertido olvidar por un momento y recordar quién eres. Volver a vivir.

Un auto derrapa en plena calle. Enmudece y el miedo regresa.

Seis detonaciones. La lluvia se confunde con balas. El fuego está entre la gente y no en el cielo. No es El Castillo el causante de aquellos estruendos.

-¡Puta madre! ¡Agárralo, flaca, corre!

-¡Mi papá, dónde está mi papá, Dios, fueron disparos, alguien dígame dónde está mi papá!

-¿Papi qué pasa?

-¡Baja las cortinas!

Se acaba la fiesta. Se oscurece la calle. Pueblo en penumbras. Luz en el cielo. El jefe ha muerto y no hay nada que celebrar

Tres de la mañana. El ladrido de los perros se oye a lo lejos. Una ambulancia suena, se acerca y se detiene a escasos metros de la penumbra. Algo pasó pero nadie se atreve siquiera a asomarse. Mute, la televisión se detiene en sonido pero no en tiempo. Trato de tomar valor para levantarme de la cama pero mis rodillas se doblan. Sin ver sé lo que sucedió. Me aterra confirmar mis sospechas. Apago la luz del cuarto y me armo de valor para asomarme por uno de los extremos de la ventana. No me muevo, no respiro, no parpadeo. ¡Estúpida, estás a 40 metros de la escena y temes que te vean! ¡Imbécil, estás en tu casa y aun así tienes miedo!

Si su duda es qué hago a las tres de la mañana despierta la respuesta es simple: no puedo dormir por el miedo, desde hace semanas la violencia me ha robado la vida aun poseyéndola, no puedo salir sola de mi casa porque los tiroteos se desatan a plena luz del día; los niños, de escasos nueve o  diez años, cargan en su mariconera sobres de marihuana y cocaína; también matan y si no pregúntenle al dueño del taller mecánico de la colonia, él viajaba en un taxi en calle de Civilizaciones esquina con Morena cuando un escuincle alcanzó, con su motocicleta,  al ruletero y le apunto directo a la cabeza. Sabrá Dios por qué razón asesinaron a aquel hombre, pero el tiro fue certero, sin titubeos ni dolor.

¡Qué clase de país es este en el que los mocosos ya asesinan! Deberían estar jugando, estudiando, no haciendo estas mamadas, gritaba una y otra vez el mecánico que no daba crédito a lo sucedido.

Ya llegó la ambulancia, parece ser que sólo fue una balacera con un muerto. ¡Qué alivio! Al menos no fue otra cosa peor. Regreso a mi cama con menor incertidumbre pero miedo persistente. El sueño me vence y me pierdo en el único momento que se olvida lo jodido: dormido.

Amanece y la mañana promete otro día de desasosiego.

-¡Decapitaron al vecino!, dice mi madre.

-(Silencio)

La vida sigue. A esperar se ha dicho.

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Periodista con gusto por la antropología. Escribo hasta que las palabras se me agoten. Amante de la fotografía, los viajes y las letras. Busco contar historias que vayan más allá de un "érase una vez". He colaborado en sitios como Notimex, A21, Contacto en Medios y el GACM.

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