Vivir en Venezuela (Parte I)

4 abril, 2019

En los últimos 20 años, Venezuela ha estado bajo la sombra del gobierno Bolivariano impuesto por el entonces presidente Hugo Chávez Frías y continuado por el actual régimen de Nicolás Maduro. Esta revolución intentaba cambiar por completo el panorama del país dirigiéndolo a crear un sistema político propio y lograr un nuevo socialismo.

Lo que representaba una nueva luz para el pueblo; otorgándoles participación, autonomía, progreso y lucha encarnecida contra la corrupción y pobreza; se convirtió en un régimen de terror que actualmente convierten a Venezuela en una dictadura de opresión y silencio, llena de hambre, sed, enfermedad, así como demás carencias básicas.

En FrojiMx recopilamos una serie de testimonios de jóvenes venezolanos, quienes nos cuentan cómo es la vida diaria en este país sudamericano, esta es la primera de cuatro partes. 

Julia

¿Qué significa vivir en Venezuela en estos tiempos? Me lo pregunto todos los días de mi vida, cada vez que despierto y mi rutina diaria me golpea la cara.

A veces es lidiar a cada segundo con un cúmulo de pensamientos que promueven ansiedad, otras veces, solo es un collage de emociones que no tienen nombre, ni explicación inteligible, pero sí una sólida procedencia: un desgastado e inútil sentimiento nacional que cada nuevo día invisibiliza la visión de progreso que tienes de tu país. Es una sensación extraña con un sabor muy agridulce en el alma, en la mente y en el paladar.

Vivir en Venezuela significa que un día tienes una arepa en tu plato, conoces a alguien que te entiende perfectamente y te paseas un rato por el Teatro Teresa Carreño en Caracas, descubriendo que su buena arquitectura es única ante el mundo. Cada vez que miras sus lámparas especiales brillar, sabes que existe un futuro prometedor y potencial, tus antepasados siempre lo supieron y, por ende, te construyeron ese país con grandes edificios y monumentos diversos para que tú continúes con esa noble misión: construir el futuro de otros, que al final es de todos.

Foto: EFE

Pero llega la mañana del día siguiente, tú mamá te dice que ya no tienes la misma arepa que tenías ayer para desayunar, la persona que conociste y te agradó tanto ya no formará más parte de tu vida, ya sea, porque -en el mejor de los casos- te anunció que se fue del país o -en el peor de los casos- murió por la inseguridad o por una enfermedad que padecía y no encontró la medicina. 

El Teresa, tu amado e imponente Teresa, no es inmortal, pues te anuncia que dejó de brillar por falta de pago en los servicios públicos, entonces, la realidad te vuelve a golpear y te recuerda que así como el Teresa, los bancos, las escuelas, los hospitales, los centros de trabajo, el hogar del vecino y la hornilla de tu casa no están exentos a la crisis del país, sino que están condenados a una eterna decadencia.

¡Ya no sabes que hacer! Tu vida se limita solo a sobrevivir como mejor puedas y a agradecer al final del día que hoy sí pudiste comer. Un día sabes con certeza que quieres quedarte en tu país, abrazar fuertemente a los tuyos y apostar por la excelencia de tu trabajo, al siguiente, sin comprender cómo, muchas lágrimas invaden tu rostro, tu estómago cruje a las 3 de la tarde y con impotencia te encuentras recogiendo las sábanas y las medias de la cuerda, creyendo que podrás irte del país sin dinero y con los documentos vencidos.

El Apagón

El jueves 7 de marzo de 2019 el Apagón Nacional comenzó. Fue un recordatorio de la miseria en la que seguimos inmersos, de lo aislados que realmente estamos del mundo y de las decisiones ineficientes de los políticos corruptos.

¿Algo novedoso y trascendental para estos años? No, la verdad no, lo realmente novedoso sería creer que un sueldo básico, en años anteriores o en otros países de este mismo siglo, te alcanzaba para la inicial de una casa, cuando la realidad en Venezuela, un sueldo básico te alcanza para un cartón de huevos o un desodorante.

En fin, volvamos al día del apagón. Recuerdo que salí 10 minutos antes del trabajo porque iba a verme con mi padre para regresarnos juntos a casa.

Foto: EFE

A veces suelo ser juzgada constantemente por la gente en general, por tener 24 años y aún siga siendo dependiente de mi padre, pero comprenderán que después de dos robos y tres intentos más en transporte público, más cada regreso a casa debo subir a pie siete cuadras extensas y solitarias, la opinión de la gente dejó de importarme, si la compañía y el resguardo de mi padre, nos permiten a los dos llegar sanos y salvos, despertar al día siguiente con vida.

Aunque no los culpo, pues cuando era niña también creía que a esta edad tendría carro, viviría sola y posiblemente estaría debatiéndome en un drama amoroso con dos pretendientes guapos y multimillonarios: ¡Oh! ¿A quién le entregaré mi amor? ¿Al ‘sí acepto’ de Pablo en la boda en las Bahamas o al ‘Te amo sincero’ en el viaje de globo aerostático con Eduardo?, pero la realidad es que las expectativas sociales no tienen pasaporte en este país sin norte.

Ok, retomemos otra vez el Apagón Nacional. Hola, soy Julia, tengo 24 años y ese día me fui de regreso a mi casa en el metrobús. ¡Tuvimos suerte!, no hubo que gastar más pasaje en una camioneta deteriorada, que se hace llamar “transporte privado”. Eso sí, estaba lleno de gente, recuerdo que entramos y el conductor no pudo cerrar sus puertas.


Foto: EFE

Mientras nos trasladábamos, todos los pasajeros a bordo nos dimos cuenta que la luz se había ido. Una mujer gordita, con las cejas que parecían dibujadas con un marcador sharpie y que se encontraba enfrente de mí, dijo: “Quizá sea culpa nuevamente del caimán que se comió los cables”. Me dio risa su comentario porque es muy típico del venezolano: reírse de una situación tétrica o seria. A algunos les molesta, a otros les incomoda, pero a mí me parece que es una forma jocosa de protesta. Así como lo es el sarcasmo en otras culturas.

Al llegar a nuestra parada de costumbre, fuimos a la panadería para ver si de casualidad podíamos comprar pan para la cena. Se suponía que ese día cobraría pero lo postergaron para el día siguiente. Nos dimos cuenta que, aunque el supermercado tenía planta, la panadería no tenía y se encontraba a oscuras. Mi padre pretendía comprar un pan campesino, pero solo había andino, el cual era más caro. Mi padre se negó a comprarlo, entendí que no tenía suficiente dinero para hacer la transacción. Así que era un hecho: Ese día no cenaríamos.

Subimos las siete extensas, interminables y solitarias cuadras hasta nuestra casa, al llegar mi padre se puso a hablar con los vecinos. Yo llegué directo a cambiarme y a dormir. Tenía hambre, pero sabía que no comería. En general, todos esperábamos que llegara la luz en la noche o a más tardar al día siguiente, pero efectivamente no llegó ninguno de los dos días.


Foto: EFE

Al día siguiente, mi tía me anunció que en los abastos y supermercados solo estaban vendiendo si tenías efectivo o dólares. Ambos requerimientos eran inútiles para un venezolano promedio porque no todos ganamos en dólares y, sin luz, no había cajeros disponibles para sacar el efectivo.

Creí que iba a trabajar, no sé, tenía la esperanza que mi centro de trabajo tuviese planta, pero efectivamente rodearon todo el sector y anunciaron el día libre. Me fui con mi padre a su trabajo en el carro, no lo usamos mucho porque tiene dañado los cauchos y la batería, sin embargo, para ocasiones importantes, lo sacamos a andar, confiando a ciegas que no nos pasará nada.

Estuve esperándolo en el centro de Caracas, lugar donde me robaron el teléfono hace unos meses y donde aprendí, nuevamente, a no confiar en nadie. Detesté haberme vestido tan presentable, uno aprende con el paso del tiempo a andar por la ciudad medio feo para no levantar sospechas y que no te roben, sobre todo si andas a pie, como es mi caso, es un mecanismo de defensa que así funcione o no, te genera seguridad en ti, al menos.


Foto: EFE

Al final sintonicé la radio, no lo había hecho antes para ahorrar batería. La única estación que daba información sobre el suceso era la Mega Estación, ahí me enteré que fue un Apagón Nacional que dejó sin vida a muchas personas en los hospitales. Cambié las emisoras para ver si encontraba más información, pero solo se escuchaba música y emisoras chavistas.

Cuando pudimos prender la televisión, solo se sintonizó un canal oficialista, mientras que los otros nacionales no mostraban mayor información, cumplían con contenido de entretenimiento. En el canal oficialista, se sintonizaron las declaraciones de Jorge y de Delcy Rodríguez, e informaron que el viernes era día no laborable y que el Ministro de Corpoelec anunció que daría plazo de tres horas para resolver el asunto. Esa fue la información relevante, del resto solo se encargaron de culpar al imperialismo, a la oposición, a Marco Rubio, a Trump y a Barnie de todos los sucesos ocurridos en Venezuela.

Por otra parte, cerca de la plaza, se comenzó a escuchar una mujer con una bocina cantando consignas oficialistas. Era viernes 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, se suponía que habría marcha oficialista para conmemorar esa lucha. Yo lo único que pensé, al igual que una compañera que estaba a mi lado, es que hacer ese evento en un momento tan delicado como el Apagón no era conveniente, solo traería más descontento. Pero la verdad es que no les importó y al ser un territorio oficialista, por más que se encuentre la Asamblea Nacional, no significa nada.


Foto: EFE

Al final de la tarde, mi padre y yo logramos irnos a nuestra casa, de regreso notamos que una heladería estaban regalando los envases de helado porque se estaban derritiendo, suceso que hizo que mi padre me comentara que en la tarde había visto como una carnicería estaba repartiendo su mercancía porque comenzaba a dañarse.

Cuando llegamos a casa, seguíamos sin luz, al igual que todos los sectores que llegamos a observar en el transcurso del trayecto. Mi tía nos prestó unas velas y pasamos el día intentando hablar de algo, pero ¿qué más podríamos decirnos? Mi tía estaba desesperada sin comunicarse y al igual que ella, sé que estaban otras personas. Por una parte, agradecía no tener teléfono porque no me sentía con tanta desesperación al estar incomunicada, debido a que conocía la sensación de estar desconectada de la sociedad, del mundo y de la gente.

Ante esta situación y tener a mi familia (mi hermano, mi mamá y mis abuelos) en otro estado, me preocupaba saber cómo la estaban pasando y no poder saber de ellos. Normalmente las ciudades alternas a Caracas, la situación siempre suele ser más agresiva.

Logré contactar a mi familia por el teléfono local de mi tía, me contaron que estaban sin luz, sin agua y sin poder comer, ¿qué les podía decir? yo los comprendía, pero me sentía impotente porque no podía aportarles nada, solo podía decirles que yo sí había comido, que tenía gas y que tenía velas. Colgué la llamada y le comuniqué a mi papá preocupado lo sucedido.


Foto: EFE

Al día siguiente, sábado, tampoco regresó la luz y ya había comenzado a perder el sentido de los días. Mi papá y mi tía habían salido, me dediqué a limpiar la casa, a leer, a pensar, a escribir, a asomarme en la ventana para ver el movimiento de la gente y me di cuenta de lo lenta que pasaba la vida.

Cuando llegó mi tía, escuchamos noticias en el radio de su carro, pero ya no estaba la emisora que me había informado del apagón de forma realista, solo existía música y emisoras oficialistas.

Mi tía me pidió que la acompañara a un sitio de la ciudad a buscar comida para los perros, en el camino vi cómo la gente estaba dentro de sus carros parados en las autopistas, haciendo cola en las gasolineras o para tomar señal e intentar comunicarse.

Cuando llegamos a casa, los vecinos estaban repartiendo las carnes y los pollos que les sobraban, lo que habían comprado para la semana. Tuvimos suerte, de eso pudimos comer, no haber cobrado y estar sin luz cuatro días, hicieron que la desesperación se centrara en la comida.


Foto: EFE

Al día siguiente, domingo, acompañé a mi papá a buscar a un compañero que y cuando llegamos, la gente hacía cola para comprar hielo. En el momento que me acerqué, observé a una señora con una cámara grabando la cola y a alguien gritar: “Maduro” y las personas en la cola les respondían: “Coño de tu madre”. En ese instante, llegó el camión de Hielo, todos comenzaron a aplaudir con emoción. Esa situación es la manera de vivir en Venezuela, entre el odio, la espera y el agradecimiento intenso por lo que se supone que es un derecho humano: la alimentación.

Esa noche, en la montaña de enfrente, comenzaron a encenderse las luces. Pregunté si eso significaba que había llegado la luz, pero mi tía me dijo que esas personas tenían planta y los que tenían planta, tenían dinero.

Horas más tarde, escuché gritar a una vecina con alegría que otros sectores comenzaron a iluminarse, me asomé en la ventana y así fue. Aún tenía fé. Unas horas después, cuando decidí buscar a mi papá para aburrirnos juntos, llegó la luz. Sentí la oleada de emoción, aunque me sentía extraña. ¿Qué debía hacer ahora? Salí corriendo a informarle a mi tía de lo ocurrido para luego correr desesperada a conectarme en la computadora y avisarles a todos mis contactos de Facebook que había llegado la luz y que estaba bien.


Foto: EFE

La felicidad duró poco, horas después volvió a irse. Pasamos otra noche más sin luz. En la mañana llegó, pero ya no creía en nadie. Cuando se normalizó el suministro eléctrico, comencé a buscar noticias en Google para saber qué sabían de nosotros los del exterior y las posiciones políticas tanto de la oposición como la de los oficialistas. Al ver sus declaraciones, yo seguía manteniendo mi postura: ambos partidos políticos son lo mismo, lo que cambia son sus discursos mediáticos. ¿Y Venezuela? Bien, aquí, sumida en el caos y la oscuridad, gracias.

 El Apagón solo me recordó lo que realmente está sucediendo: En medio de la necesidad, muere el que no tiene los recursos, se enriquecen los que pueden ofrecer el beneficio, critica el que no aporta, ayuda en silencio el que es solidario, culpa a otros el que tiene la verdadera responsabilidad del funcionamiento, pero padecemos y sufrimos cada uno de los venezolanos, tanto los que están en territorio nacional, como todos aquellos que están esparcidos por el resto del mundo.

Vivir en Venezuela es no tener la oportunidad de dar mi nombre real, ni mi cara ante el mundo, porque si revelo mi identidad, temo que puedan hacerle daño a mi familia, decir la verdad en tiempos de dictaduras no beneficia a nadie, ni a los intereses políticos ni a los que padecemos de la dura realidad.

Vivir en Venezuela en estos tiempos es una cuestión de supervivencia, es un acto heroico, es volver aprender a construir día tras días un país que se nos deshace entre las manos con cada trozo hambriento y nihilista, carente de progreso.

Vivir en Venezuela significa creer que al despertar, aún existe un nuevo motivo para mantenerse vivos, sino es a través de la motivación propia es a través de la simple curiosidad de saber si algún día, Venezuela volverá a brillar como las lámparas del Teresa.

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