¿Cómo sabía la gente de la segunda década del siglo XX que estaba en una guerra mundial? Por aquellos años, existían multitud de guerras en desarrollo a lo largo del planeta: Japón y Rusia estaban enfrascados en un David y Goliat territorial; los eternos conflictos en un Imperio Otomano en decadencia plantaban las semillas de la actualidad.
En Medio Oriente; las potencias occidentales que durante el siglo XIX se disputaron la hegemonía mundial, mientras combatían en campos de batallas africanos, oceánicos, asiáticos y americanos.
Y las revoluciones en América Latina son breves ejemplos de que la paz no tuvo un minuto de aliento durante los dos siglos pasados; la historia contemporánea de la humanidad se ha visto manchada de sangre, de conflictos, de una lucha natural -porque parece que es intrínsecamente humano disputarse un territorio a cuesta de lo que sea- que no cesa.
Por eso, ahora que observo el panorama actual de la humanidad, no me alienta la intranquilidad con la que existimos. Sí, no a todos nos afecta directamente la violencia que cercena familias en México, y mucho menos nos aluden las muertes de inmigrantes en el Mediterráneo o el conflicto tribal y religioso en República Centroafricana, los bombazos en Kabul o la pobreza yemení, pero de lo que se puede tener claridad es que las guerras están más presentes que nunca.
Lo que sucedió en París en noviembre de 2015 fue un golpe más, un llamado de atención a la pasividad occidental. Fue, sin lugar a dudas, el ataque terrorista sobre las potencias mundiales más coordinado desde el 11 de septiembre. Y desde entonces, el brazo inamovible de la violencia ha continuado cercenando vidas en todo el mundo. Es una guerra sin fin.
Y es una prueba que, en el futuro, podría indicarnos que este nuevo milenio inició no con una guerra mundial en la que dos ejes se disputaban directamente el control del poder, pero sí con una serie de combates a través del planeta: un estado de guerra mundial.
No es la globalización, no es la inmigración, no son las religiones: es el poder. Son las ansias naturales del humano a controlar todo lo que lo circunda. Y si alguien me pregunta si en el futuro seremos capaces de desnaturalizar nuestra búsqueda por el control territorial y anteponer nuestras artificiales e intelectuales reflexiones filosóficas sobre la paz y la armonía, mi respuesta es que no lo sé.
Pero ojalá que así sea, porque si de algo necesitamos es de la certeza que tanto avance tecnológico y racional no han sido victorias en vano.
Mientras tanto, en paz descansen todos aquellos seres vivos que han caído bajo las garras de nuestros territorialismos y brutalidad humanos. Tantas vidas -animales, herbáceas y humanas- perdidas en pos de un futuro mejor que parecen jamás llegar.