Un año ha pasado de aquel día donde más de 30 millones de mexicanos eligieron a Andrés Manuel López Obrador, convirtiéndolo en el presidente más votado en la historia del país.
La esperanza fue demasiada, el discurso que él mismo pregonó desde 2006 –incluso antes– dejó la vara alta, calificando a su movimiento como una “Cuarta Transformación”.
López Obrador prometió que únicamente con su voluntad e incorruptibilidad, llegando a la presidencia, desde el primero de diciembre, todo cambiaría.
Sin embargo, no es lo mismo ser borracho que cantinero. La gobernabilidad –aunque no tenga mucha ciencia, como él dice– no ha sido sencilla para Andrés Manuel.
La violencia se ha disparado como nunca antes, pese a que ya no hay guerra contra el narcotráfico; y una Guardia Nacional como estrategia para el combate frontal a la inseguridad es solamente un disfraz para que las Fuerzas Armadas sigan a cargo de la seguridad pública.
El combate a la corrupción se ha quedado corto, pues ha sido basado simplemente en intentar no ser parte, logro no siempre alcanzado. Mientras el presidente en más de una vez ha rechazado investigar a los expresidentes, pese a que todos los días los culpa de los males de México.
El único golpeteo a medias a la corrupción es la orden de aprehensión obtenida contra Emilio Lozoya, exdirector de Pemex, amigo de Enrique Peña Nieto.
Sin embargo, esta cacería contra Lozoya vino más por el entusiasmo de Santiago Nieto, encargado de la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP), así como de la “autónoma” Fiscalía General de la República (FGR).
Los recortes de la llamada “Austeridad Republicana” han sido un coco para su gobierno, sacudiendo a los refugios para mujeres víctimas de la violencia, las estancias infantiles, los comedores comunitarios, Prospera, el Seguro Popular, el Conacyt, Cultura y Turismo.
Esta reducción presupuestal se hizo bajo el argumento que la corrupción imperaba en dichos programas, sin mostrar muchas pruebas, o simplemente para enfocar el dinero en otros rubros o proyectos.
Proyectos, por cierto, dudosos, sin pies ni cabeza como el Tren Maya, la Refinería de Dos Bocas o el Aeropuerto de Santa Lucía; los tres inviables, sin estudios de impactos ambientales, ni empresas que quieran participar en su realización.
Sin mencionar su constante exposición pública, la cual disfruta al menos dos veces al día, donde pone a su gusto la agenda política. Parece que sigue en campaña.
Es claro que no todo ha sido malo en el Lopezobradorismo, sin embargo, en estos seis meses de gobierno, el presidente y su equipo han quedado a deber.
Yo fui uno de los 30 millones que votó por Andrés Manuel López Obrador y, ante el escenario expuesto anteriormente, muchos me preguntan: ¿Estás arrepentido de haber votado por él?
Mi respuesta es no, más que arrepentido estoy decepcionado. Como van avanzando los meses esta decepción aumenta, si bien tiene un alto índice de aprobación, esta ha ido bajando poco a poco.
¿Por qué no arrepentimiento? Si fuera hoy primero de julio del 2018 hubiera votado de nuevo por López Obrador, pues su victoria representó algo más allá del propio Andrés Manuel, significó un sacudir de la clase política mexicana.
De haber ganado Ricardo Anaya o José Antonio Meade, el mensaje para los políticos hubiera sido intrascendente, el significado de ser un gobernante seguiría siendo el mismo y el mexicano sería visto como aquel que no aprende, el síndrome de Estocolmo.
Tras la victoria de AMLO, los demás partidos políticos viven una crisis, cada uno en condiciones particulares, pero crisis al final del día, con la amenaza latente de perder el registro.
Andrés Manuel López Obrador tenía que ganar.
Sin embargo, pasados los seis años y su gobierno termina siendo una decepción, la situación sería crítica y la crisis no sólo política, sino del Estado mexicano como tal, sería mayor. El riesgo de la democracia como lo es su esencia, es decir, el poder del pueblo, la participación ciudadana, sería real.
Como sea, para saberse, eso tendrá que esperar. En México, el presidente siempre será el personaje más odiado del país, irónicamente, hoy por hoy, también es el más amado, a ver cuánto le dura, porque –como dice una famosa canción de José José– El amor acaba.