Adrían
Ilustración: Miguel Sifuentes

No hay nada mejor que casa

12 abril, 2022
by

Bun Alonso

 

La muerte obliga a ejercitar la memoria de los que nos quedamos. Nos habla del peligro de estar vivos y nos coloca en el pecho un corazón palpitante. Una crónica sobre la muerte y la amistad.

 

Los amigos son tan, pero tan
espeluznantemente bellos
que yo les gritaría bienvenidos, gozoso,
lleno de lágrimas,
así vinieran del infierno.
Robert Lowell

 

Ilustraciones: Miguel Sifuentes y Fernanda Ferriño

 

Si aquella mañana hubiera abierto y leído la nota cuyo encabezado rezaba algo como «Encuentran cuerpos de trabajadores de la Vicefiscalía en Lerdo», quizás hubiera visto su nombre y quizás lo hubiera relacionado. O no. Probablemente no porque, ¿qué tenía que estar haciendo Adrián trabajando en la Vicefiscalía cuando recién se había graduado como diseñador gráfico?   

No abrí esa nota ya sea por desgano, por sueño, o porque en esos años noticias así emergían por cualquier lugar y ya estaba un poco harto. De haberlo hecho me hubiera enterado que tres cuerpos mutilados habían sido encontrados en bolsas negras, arrojadas sobre el periférico, y que pertenecían a tres trabajadores de la Vicefiscalía: Julieta Calvillo González, de 58; Víctor Manuel Ruelas Martínez, de 35; y Adrián Alberto de la Torre Sosa, de 22. 

Té para tres

Fue una noche de diciembre de 2009 cuando conocí a Adrián. Estábamos en casa de Pepelú, un amigo que había conocido casi al finalizar la preparatoria y que en ese momento empezaba a estudiar Medicina. Junto a él había conocido a otros tantos amigos más: Fileto, René, Pingüín, Sami, y los hermanos Aline y Puñet. Todo sucedía en aquel lugar. Ahí pasábamos las noches emborrachándonos y riendo, algunos nos quedábamos hasta la tarde del siguiente día para apacentar la cruda y reclamarle la lozanía que había arrebatado a nuestros cuerpos. Yo era amigo de ellos desde 2006, pero a Adrián no lo conocí sino hasta esa noche. Lo apodaban El Retoño porque era el menor de todos, aunque sólo fuera por un par de años. 

Tras la borrachera, decidimos irnos al cuarto de Pepelú a dormir. Unos se amontonaron en la cama, otros lo hicimos en el piso, y apagamos las luces. Se notó que no teníamos sueño porque Pepelú empezó a cantar canciones cambiándoles la letra por una cristiana a manera de parodia. Recuerdo especialmente cómo convertimos «Don’t let me down» de Los Beatles en un cántico de alabanza al ritmo de «Dios está aquí», cantada a coro por todos entre risas. Después de las risas y blasfemias, Adrián se puso a rezar un padre nuestro para todos antes de dormir.

Tras esa noche, vinieron muchas más. En el patio de Pepelú solíamos preparar discadas, prendíamos fogatas y así, entre música, cerveza y Tonayán, sonaba especialmente una canción de Soda Stereo que Adrián siempre ponía. No sé si era su favorita —también solía darle play a «Ella usó mi cabeza como un revólver»—, pero por razones o traiciones de la memoria, «Té para tres» desde un principio quedó en mi mente asociada con Adrián y con aquellas noches. En la pantalla de la laptop se reproducía el video de la versión unplugged que Soda Stereo grabó en MTV de esa canción. Después de cantar las líneas finales: «No hay nada mejor, no hay nada mejor que casa», Gustavo Cerati cerraba con un punteo de guitarra tomado prestado de la canción «Cementerio club» del flaco Spinetta.

Té para
tres

La canción fue compuesta por Cerati en 1990. Mismo año en que nació Adrián. Un día, el cantante, su madre y su padre se sentaron a la mesa de su casa a tomar el té. Tenían en sus manos los últimos análisis médicos que confirmarían si el padre padecía de un cáncer terminal o no. Juan José Cerati, el papá que había apoyado la carrera musical de su hijo desde el inicio, moriría en enero del 92.

Por esos años era conocida por todos mi afición a escribir poesía, una de esas noches Adrián me dijo que un día me patrocinaría un libro de poemas, porque él era así, te alentaba a todo y decía cosas sin saber si las podría cumplir pero que no importaba porque los amigos solemos decir esas cosas a otros amigos. Esa noche, más tarde al despedirse, me abrazó y me dijo muy de cerca: «Bun, nunca dejes de escribir».   

Para enero de 2013 estaba decidido a no volver a la universidad. Iba ya en sexto o séptimo semestre de una carrera que empezaba a aborrecer. En esas vacaciones de invierno, que a fin de cuentas serían permanentes para mí, dormía por las tardes mientras que las noches, y buena parte de las mañanas, las gastaba en escuchar música, en leer y escribir.  

La madrugada del domingo 13 de ese enero la pasé despierto y era ya de mañana cuando había decidido irme a acostar. Antes recuerdo haber visto en Facebook una noticia cuyo encabezado rezaba algo como «Encuentran cuerpos de trabajadores de la Vicefiscalía en Lerdo». Reparé un poco en ella, pero no abrí el link. Noticias así aparecían de par en par en ese tiempo. 

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Acababa de echarme una sábana encima cuando mi mamá tocó a la puerta de mi cuarto para anunciarme que alguien me buscaba afuera. Desde la sala pude ver que eran Aline y Puñet. En la noche va a haber peda en casa de Pepelú, pensé que dirían.

—Aquí con malas noticias, mi Bun. Mataron al Retoño —pronunció Puñet, los dos con caras compungidas.

—¿Es neta?

—Sí. Lo encontraron hoy —creo que dijo después.

Yo no sabía que lo buscaban. Aline seguía mirándome con cara compungida. Tendría que preguntarles a ellos qué cara tenía yo en ese momento, pero recuerdo que era una mañana limpia de domingo, un cielo claro, despejado, un frescor de principios de enero y unos hilos que se habían enredado en mi rostro contrayendo cualquier gesto e impidiendo que emergiera expresión alguna. Quedaron en avisarme la hora y lugar del funeral. Yo me fui de vuelta a la cama, bajo la sábana. Fue una indolencia. No lloré. Nada. Dormí por ocho horas seguidas o quizás más. Después me fui enterando que, pocos meses atrás, Adrián había iniciado a dar clases de arte en un colegio de Torreón como profesor sustituto y que se encontraba además trabajando en la Vicefiscalía de Durango en Gómez Palacio. Un grupo armado lo había secuestrado junto a otros dos trabajadores del mismo lugar. Los habían encontrado esa mañana en bolsas negras.

La muerte provoca que nos replanteemos ciertos conceptos. Tras irse Adrián, la palabra «casa» amplió sus significados. Amparado por la línea final de «Té para tres», supe que casa no se limitaba a una localización geográfica. Casa también podía ser una persona, un grupo de amigos, una fogata.

A Adrián la muerte le llegó de repente, como llegó en 2006 una declarada guerra contra el narcotráfico que hoy ha fracasado desde cualquier frente por donde se le vea. Y decir guerra es mucho, porque nunca lo fue. No hay algo tal como una guerra contra las drogas, es el capitalismo global y su expansión para controlar territorios y poblaciones bajo el pretexto del control de drogas. Es el Estado cooperando con grupos criminales para mantener un control social. 

Un muerto viene a articular nuestras memorias entre los que lo conocimos. Un muerto nos hace plantearnos un borrador del tiempo. La muerte obliga a ejercitar la memoria de los que nos quedamos. Nos habla del peligro de estar vivos y nos coloca en el pecho un corazón palpitante.

para

tres 

Ilustración: Miguel Sifuentes

Let it be

Aunque estamos acostumbrados a aceptar la muerte, en realidad, muchas veces, hay un rechazo intenso de ella. Pero, ¿qué es ese rechazo? Es ese recordar los momentos en que alguien estuvo vivo. Que, aunque hayan pasado seis, siete, ocho, nueve años, seguimos rechazando esa muerte injusta. El rechazo intenso de la muerte es también el rechazo a un sistema de creencias donde religiones nos han dicho que no existía una como tal: la pronta resignación, el paraíso. La muerte como un problema único y privado que sólo afectaba al círculo social del difunto. Pero la muerte de Adrián no me pertenecía, no pertenecía tampoco sólo a su círculo de amigos y familia. Esa muerte, como la de miles más, pertenecía a la esfera pública, se hablaba ahí de ella aunque no en mi círculo íntimo de amistad. Porque recuerdo que el fin de semana siguiente de su muerte nos reunimos en casa de Pepelú para una discada, cervezas, la fogata, lo de siempre, lo que siempre hacíamos pero sin ser ya los de siempre. El 2013 comenzaba y debíamos seguir viviendo. Nadie decía nada, todos actuábamos normal y hacíamos los chistes de siempre y nos reíamos de lo de siempre. ¿En qué parte de esas risas se escondía la pérdida? Y así sería hasta la una o dos de la mañana cuando Pepelú repentinamente paró la música que sonaba en su laptop y puso «Té para tres». Lloramos y recuerdo a Fileto tumbar su enorme cuerpo en una silla para concentrarse en el llanto. En mi mente toda esa escena se sigue presentando como una derrota. En algún punto de la noche, Pepelú fue en su camioneta a dejar a Aline a su casa y yo me ofrecí a acompañarlos. Una vez que la dejamos, le pregunté qué pasaba, por qué nadie hablaba de Adrián, por qué todos estábamos como si nada hubiera ocurrido. No recuerdo exactas las palabras de su respuesta pero sí la frialdad, la sequedad en ellas, la mirada al frente de evasión. Aquella noche fue la demostración de lo que serían los siguientes años: darle vuelta al duelo, no hablarlo nunca, caminar los bordes del duelo mientras sólo escuchábamos aquella música que nos volvía a unir con él. Casi nueve años después me dirá que la negación le duró mucho tiempo, que por eso había rechazado hablar conmigo del tema todas las veces que se lo pedí en años posteriores: «Yo pasé de la negación al aceptarlo, no pasé por la resignación, en ningún momento me resigné». Pienso que el duelo muchas veces se torna un acto mega individualista, porque no sabemos hablar de la muerte en realidad, o más bien, hablamos mucho de ella pero no de la forma en que cada uno se da de frente con ella. 

De pronto, en estos años de fallida «guerra contra el narco», la muerte se convirtió en un error social y en algo desigual. No sólo morían, también desaparecían personas como una muerte inconclusa. Entre tantas variables en las que se puede medir la desigualdad, la muerte es una de ellas.

«Costará, por desgracia, vidas humanas», había dicho el entonces presidente Felipe Calderón en un mensaje televisado en enero de 2007. Pero que valdría la pena. Costarán vidas pero valdrá la pena. Como si uno anduviera por allí midiendo sus posibles éxitos en vidas ajenas: voy a hacer esto que costará tantas vidas humanas pero que al final valdrá la pena —porque no es mi vida la que costará. Costará vidas, dijo, como si esas vidas se perdieran así nada más, como si alguien las dejara olvidadas en algún lugar.

Según el sitio web de periodismo de investigación A dónde van los desaparecidos, en el estado de Durango la Fiscalía General reportaba 26 fosas con 497 cuerpos. Sin embargo, había discrepancias: «La Fiscalía de Durango entrega reportes de fosas que no coinciden entre sí, aun siendo documentos de la misma dependencia. En una respuesta reporta 13 sitios, en otra, 14, y en una más, 25».

Es decir, durante un tiempo hubo casi 500 familias sin saber si rechazar una hipotética muerte o aceptarla. Una desaparición no es el final sino apenas el comienzo de una muerte punzante; pero un cuerpo dentro de una bolsa negra arrojada en un periférico es el final. 

O eso es lo que quieren que creamos. 

***

La única vez que estuve en casa de Adrián fue una noche de su cumpleaños. Estábamos en un patio grande y habíamos bebido mucho. En algún momento alguien puso «Let it be» de Los Beatles y se decidió que ese sería el vals de cumpleaños: uno a uno comenzamos a bailar con Adrián en medio de su patio, tomados de la cadera, las manos entrelazadas cual quinceañera durante los poco más de cuatro minutos que dura la canción. No fue a modo de broma, en ese círculo de amigos hombres el contacto y las muestras de cariño siempre fueron comunes. Así nos enseñó Pepelú a tratarnos, quien a veces nos besa un cachete o nos abraza muy fuerte. 

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Al terminar de bailar, Adrián se sentó, los codos sobre sus rodillas y las manos en su cara: lloraba. Así era él, fácil de conmover. Como también era muy miedoso, inventamos que en su patio se aparecía «La Niña del Naranjo» bajo un árbol grande que se encontraba en un rincón. Fue cuando quiso meterse a la casa, aprovechando que había empezado a llover. Adrián no conocía el cinismo ni la valentía entendida como despliegue de machos. Ni le interesaba. Pero esa vez quiso hacerse el valiente y nos pusimos a ver videos de terror en una laptop. La valentía se le escurrió rápido, así que nos fuimos a dormir. Al amanecer desayunamos en su casa y Adrián me mostró un proyecto de su universidad en el que había trabajado: era un librito hecho a mano con poemas de Pablo Neruda, aunque uno de ellos no pertenecía a Neruda sino a un autor que ahora no recuerdo pero que creo que podría haber sido Jaime Sabines, pues también solía leerlo mucho. No se lo dije. 

Let 

it 

  1.  

***

Mi última plática con Adrián pudo haber sido frente a frente, con unas cervezas y tequilas de por medio, tal como había transcurrido toda nuestra amistad. Sin embargo, esa última charla se redujo a un intercambio de mensajes por el chat de Facebook una noche de finales de noviembre de 2012. Aline se graduaba de la carrera de Nutrición y estábamos todos invitados a su fiesta que iba a ser en próximos días y mediante un grupo de chat intentaban ponerse de acuerdo para una reunión previa. Yo mencioné que no podría asistir a esa reunión porque por aquellos días estaba a punto de viajar a Ciudad de México junto con un colectivo de izquierda donde participaba para acudir a la toma de posesión presidencial de Enrique Peña Nieto y unirnos así a las protestas en su contra. A los pocos minutos Adrián me escribió a parte por el chat: 

—Oye Bun mucho cuidado allá en México. No hagas pendejadas y cualquier cosa tu corre, no le hagas al vivo. Cuídate mucho carnal por favor.

—Claro, voy con unos compas de un colectivo en donde ando participando y ya quedamos en no actuar a lo tonto —le respondí. 

—Bien.

—Ya nos veremos en la graduación de Aline.

—Ashi es.

—Ahorita regreso.

—Arre —me dijo finalmente.

Ese ahorita regreso se lo dije porque me fui a cenar, pero ya no me pareció importante volver a escribirle después, a fin de cuentas en pocos días nos íbamos a ver en la fiesta. 

El primer muerto del mandato de Peña Nieto ocurrió durante las manifestaciones en su ascensión como presidente. A Juan Francisco Kuykendall le pegó una bala de goma arrojada por la policía y le abrió el cráneo y vimos cómo a pocos metros de nosotros unos compañeros lo sacaban colgando, tomándolo de los brazos y piernas, dejando un rastro de sangre en el pavimento. Estuvo por meses en un coma inducido pero no sobrevivió. Ese enero de 2013 del asesinato de Adrián era sólo el segundo mes de gobierno de ese nuevo presidente y el año terminaría con mil 331 homicidios sólo en el estado de Durango. 

Ya no volvería a hablar con Adrián porque, por razones que nunca supe, no asistió a la graduación de Aline, incluso ni Fileto había ido. Y recuerdo haberme sentido enojado esa noche con ellos por ni siquiera haber mandado un mensaje de disculpa, la familia de Aline había pagado por esos lugares como para que ellos los desperdiciaran de esa forma. Creí que ya habría momento después de reclamarle.

Ilustración: Fernanda Ferriño

No hay nada mejor que casa

La casa de Pepelú y sus papás fue siempre un refugio para todos, incluso otro hogar más. Su papá, al que apodamos El Mago, muchas veces nos decía «los amigos de mis hijos también son mis hijos», y como tal nos trataba, o lo más cercano que nos podía tratar alguien que en realidad no era nuestro padre. Uno de los que mejor asimiló esa idea fue Adrián. Su madre se había mudado a Estados Unidos a trabajar para pagar algunas deudas, incluida su universidad, y él se había quedado solo en su casa, en Lerdo. Y entonces fue cuando prácticamente se mudó con Pepelú hacia el final de su carrera en Diseño Gráfico. «Ahí tenía su ropa, ahí tenía sus chanclas, ahí tenía todo el güey», dice Pepelú, aunque de vez en cuando regresaba a su casa cuando quería estar solo unos días. 

Recuerdo con claridad una noche en que los dos pasaron a mi casa para ir luego a casa de Pepelú y pasarnos esa madrugada platicando y bebiendo y cómo Adrián nos tomó una foto, hombro a hombro, brazos entrelazados por encima, que aún conservo. O la vez que posteó en mi muro de Facebook que había estado leyendo muchos libros por su tesis y que eso lo hacía acordarse más de mí. Recuerdo también que en una ocasión Adrián le había jurado a Pepelú que se quedaría toda la noche leyendo para su tesis, pero a las pocas horas ya había caído dormido con un libro sobre su pecho, la boca semiabierta, y una foto de ese momento tomada por Pepelú y subida a Facebook para evidenciar que ese gran esfuerzo de lectura apenas le duró unos minutos. Pero lo que más recuerdo es una tarde donde ellos dos están parados afuera de mi casa, Adrián cabizbajo, avergonzado, unas hojas engargoladas en sus manos y a Pepelú pidiéndome que si le hacía el favor de corregir la ortografía de la tesis de Adrián porque se la habían regresado varias veces ya. Y recuerdo cuando días más tarde le entregué el documento ya corregido y Adrián me preguntó cuánto iba a ser, que quería pagarme por ello, y yo le dije que no, que cómo creía que le iba a cobrar, que no era nada, que para eso estábamos los amigos. Porque la amistad —y cualquier relación que implique amor— se sostiene de esos pequeños detalles acumulados que, situados en un contexto, con el paso del tiempo descubres que son los que te hicieron llevadera la vida.  

No hay nada mejor que casa y eso, a la distancia de casi una década, es la enseñanza que me ha dejado Adrián y que confirmé cuando hablé con Miriam Cortés, una amiga suya de la universidad que me contó del tiempo en que eran compañeros de carrera y de cómo él se pasaba horas en su casa con el pretexto de hacer tareas: «Duraba desde mediodía hasta la madrugada haciendo el trabajo y a esa hora se iba, casi aquí se quedaba todo el día», me dijo Miriam, y que incluso a su mamá le solía decir jefa o jefita y ella en cambio le decía mi niño; porque a Adrián no le gustaba estar solo, porque sentía comúnmente esa necesidad de estar con alguien más, de sentirse acompañado y de hacer su casa aquellos lugares donde hubiera un amigo, así como también había hecho su casa la casa de Pepelú: «A mi mamá le decía mamá, a mi papá, papá; a veces yo ni estaba y el güey estaba ahí en la casa, entonces pues ya era parte de la familia».

***

Adrián se graduó para junio de 2012, pasó un par de meses en Monterrey y, cuando regresó, logró entrar como profesor sustituto de la materia de artes a un colegio de Torreón. «Nos sacamos mucho de onda: ¿Vas a ser maestro? O sea, en qué momento tú vas a ser maestro», me dijo Miriam. Lo cierto es que el corto tiempo que fue profesor lo disfrutó y se le notaba: «Ser profe de arte de las mejores cosas que me han pasado», llegó a publicar en Facebook.

Al mismo tiempo en que era profesor, fungía como ayudante del médico forense en la Vicefiscalía en Lerdo: levantaba el registro fotográfico de los cuerpos en el Semefo o acompañaba a los peritos a tomar fotografías de ciertos eventos. Era un meritorio en el Departamento de Servicios Periciales, como la misma Vicefiscalía declaró tras su muerte. Es decir que probablemente no recibía un sueldo. 

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«Me preguntaba muchas cosas de anatomía», me dijo Pepelú, quien ese año recién hacía su residencia en el ISSSTE. «Muchas cosas del funcionamiento del cuerpo, a veces venía como que muy sacado de pedo: “es que vi a un güey que todavía respiraba y aun así lo abrieron”». Entonces tenía que explicarle que no era que respirara todavía con la conciencia de hacerlo sino que se trataba de un fenómeno totalmente natural de un cuerpo. 

Ni Pepelú ni Miriam ni yo sabemos exactamente cómo es que Adrián fue a parar a trabajar a ese lugar. Fue su mamá la que me dio luz en esto. Ella había regresado justo en diciembre de 2012 de Estados Unidos y él le había contado que un amigo suyo lo había ayudado para ingresar ahí, que le interesaba la criminología y ahora quería estudiar eso, y que después de diciembre le iban a aumentar las horas de clase en el colegio.

***

Dejaron un video. No recuerdo cómo lo supe, pero casi desde el momento de la noticia de su asesinato supe también que habían dejado un video. Mediante otras voces me enteré que se trataba de él hablando frente a una cámara: respondía preguntas que alguien más, fuera de foco, le hacía; daba información que tenía que ver con cárteles, funcionarios estatales comprados, etcétera. Julieta Calvillo, la otra víctima y trabajadora de Vicefiscalía que también se llevaron junto con él, hacía lo mismo. Información que no había manera que él supiera, palabras que le hicieron leer de una cartulina mal escrita seguramente, palabras impostadas puestas ahí para alimentar un único discurso. 

Julieta Calvillo no era una agente del Ministerio Público como dice serlo en el video, era secretaria y estaba por jubilarse. Y Víctor Manuel Ruelas era intendente. 

Nunca vi el video. En los días posteriores circuló por sitios como El Blog del Narco y se hablaba de él en notas periodísticas. A través de esas notas es cómo me he enterado del contenido de esa filmación porque algunos sitios la transcribieron; en ellas también aparecen algunas capturas de pantalla. Y ahí está él, de pie, estoico, con las manos detrás de la cintura, no sé si presas de algunas esposas o más bien libres y puestas ahí por puro nerviosismo contenido; viste una playera rosa pálida y unos pantalones oscuros de mezclilla. Se le nota valiente de formas que nunca seré. 

Cuando a alguien la muerte ya le circunscribe solemos pensar que sus palabras últimas son sinceras, que no hay engaño en el mensaje que deja alguien que está muriendo, porque ya no busca ni exige nada a cambio. Pero hasta eso nos arrebataron, ese derecho de que las últimas palabras estén cargadas de esa sinceridad propia de alguien que no tiene ya nada que perder porque está atravesando a la muerte. En cambio, ¿cuántos no atravesaron ese umbral conteniendo en sus palabras finales el discurso que el capitalismo global y la guerra neoliberal disfrazada de guerra contra las drogas quisieron que pronunciaran? 

Pienso que Adrián no perdió esa última batalla, que esas últimas palabras las pronunció en el silencio de su cabeza y que sus pensamientos finales estuvieron llenos de un amor dirigido a todos los que él quiso y amó. Y ahí no hubo engaño. 

Hace poco le pregunté a Pepelú si aún mantenía la promesa que nos hicimos todos aquella noche en su casa cuando nos habíamos reunido todavía completamente desconcertados tras la muerte de Adrián; esa noche nos había hecho prometer que nunca veríamos ese video. Por supuesto que la mantenía: «Sería como corromper su imagen, su esencia», me dijo. También me dijo que nunca se le pasó si quiera por la cabeza verlo; a diferencia de mí, que durante años mantuve ese pensamiento volándome en la mente y amparándome en una falsa idea de verlo con «propósito periodístico». Se trataba, en realidad, de un propósito más bien vacío. ¿Qué iba a agregarle a la memoria de Adrián y a su historia ver ese video? ¿Qué sería sino reproducir la misma narrativa embustera y mentirosa que sólo beneficia al Estado y su discurso oficial? Por eso me he limitado a ver sólo esas capturas de imagen que aparecen en algunas notas periodísticas donde se le ve de pie, mirando al frente, estoico, siendo valiente de formas que yo nunca seré. 

***

La muerte más convencional es aquella que ocurre cuando uno muere de viejo, porque el cuerpo ya no se sostiene más, porque ya pasó suficiente oxígeno por nosotros como para seguir jalando todavía más, uno supondría que es la cara de la experiencia que nos debe suceder a todos. En cambio, con Adrián, ¿uno de dónde se sostiene? ¿Qué cara de la muerte es esa? Con una muerte así, uno fácilmente se convierte en un manojo de ira sin cordón de donde tirar. «Aunque nuca estemos solos sí estamos solos de ellos», escribió hace poco el periodista y escritor español Manuel Jabois sobre lo que perdemos cuando alguien muere. 

Me propuse escribir sobre Adrián sin melancolía, sin ese velo ponzoñoso que es esa tristeza derrotada que sólo inaugura nuevas formas del dolor —o, peor aún, redescubre viejas formas. Lo óptimo sería encontrar aquellas formas de la memoria que permitan mantener viva una historia, una que nos permita leernos en ella. 

Otro periodista y escritor español llamado Juan Tallón escribió recientemente en una de sus columnas: «Me pregunto cuánto tiempo tardan en no haber existido nunca las cosas que una vez pasaron, pero que un día dejan de ser recordadas. No demasiado. Es imposible que exista lo que se olvida. ¿Quién lo atestiguará? Es terrible. Por eso poner a salvo hechos, ideas, sentimientos, y no dejar de evocarlos, es una forma más bella de sobrellevar la vida».

La memoria es una bandera que ondea por encima del desastre y al lado del camino. 

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