No sabes para dónde ir ni qué hacer, sólo quieres moverte, como si la quietud representara un peligro. Tus ojos se abren más de lo normal, disparan miedo, tus palabras no dicen nada. Comienzas a perder el control de ti; tus manos sudan, tu cuerpo se hace ligero.
«Cálmate», «no te pongas nerviosa», dicen.
La adrenalina sube y el miedo a morir te invade. Puedes estar en la mitad de un llano y creer que ahí, sin nada de por medio y sin ningún riesgo aparente, algo pasará que terminará con tu vida. Tu pecho te duele, te sientes mareado, tus manos tiemblan y tus piernas se debilitan.
«Si yo tuviera la vida que tú tienes sería feliz, así que relájate», siguen diciendo.
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Me concentro en no perder la razón, en observar a mi alrededor cinco cosas que pueda describir; comienzo a decir su nombre en voz alta, veo sus colores y los nombro. Curioso que sea en ese momento en el que mayor detalle le encuentro a las texturas de las paredes, del cielo y del infierno en el que me encuentro. De pronto, recuerdo la cantidad inmensa de colores que hay: azul, azul cielo, azul fuerte, rosa, verde, café y rojo.
Mi corazón sigue latiendo tan rápido que creo que se me saldrá del pecho. Mis ojos se llenan de lágrimas. “¿Cómo llegué a esto? Yo estaba bien”, me recrimino una y otra vez. Después de treinta minutos, la paz regresa, lenta pero triunfante, como diciéndome “aquí estaba, te me perdiste”.
Después de este episodio, me enfrenté a nueve más en semanas posteriores.
Mi cabello se cae y nadie sabe decirme por qué. “Todos perdemos a diario, no te preocupes”; después se pinta, se torna blanco, aparecen las primeras canas. Un pequeño pero certero golpe cuando apenas tienes 25 años. Trato de ignorarlas pero todos los días tengo que verme al espejo y ahí están, recordándome que estoy mal y que no sé qué hacer.
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Hasta que llega el día en el que ya no me quiero levantar, en el que hasta respirar me pesa. Todo ese tiempo fue como estar en mar abierto, con las olas rompiendo sobre mi cuerpo, me mantenía flotando pero las fuerzas se agotaban.
Era el momento de decidir si seguir a flote o hundirse. Opté por la primera opción. Busqué una ayuda que nadie te dice que existe, personas dedicadas a escuchar y no a señalar, quienes me explicaron por qué un día la felicidad se esfumó de mi cuerpo.
El enemigo nunca fue silencioso sólo que no había encontrado a alguien capaz de nombrarlo. La ansiedad me quitó muchos días de mi vida. Los ataques de pánico otros más. Pero ya no estaba sola. Nunca lo estuve.
Pesa tener una enfermedad que nadie reconoce y todo mundo niega. Es tabú y faltan muchos años para que deje de serlo.
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Mientras tanto, muchas personas sufren en silencio, por temor, desconocimiento, vergüenza o falta de dinero. A cuántos de ellos les llegará la ayuda antes de que se ahoguen en su propio mar.
Las canas siguen ahí, las sigo viendo en el espejo. No las pienso ocultar. A diferencia de hace un tiempo, ya no molestan, ahora son el recuerdo de que la perfección duele, de que no debo solucionarlo todo, de que no puedo hacerlo todo y de que no todo es mi responsabilidad.
Y claro, son el recuerdo también de que no importa cuántas veces sienta que voy perdiendo, la calma, la razón, el cabello, la batalla o la guerra, en todas esas veces, sigo siendo yo y mientras eso esté claro, todos los enemigos serán pequeños.