La tormenta vomitó sus dotes de arquería galante. Su bestial flecha destructiva se hundió en el corazón carnal de los duraznos.
Tan sólo faltaban tres días para que la madurez del fruto alcanzara su esplendor.
La piel pecaminosa fue arrasada por un tormentoso arrebato. La daga lanzada desde el cielo en forma de piedra granizada se incrustó en la cutícula de la almendra protegida por un caroso de tinte marrón rojizo.
El fruto recibió los daños directos y colaterales de una perdigonada natural.
Las alturas maldijeron la bonanza del hombre de campo -gaucho de pura cepa que deja su reinado patriarcal en la herradura del cuidado implacable de sus plantaciones y sembradíos-.
Las nubes soberbias lloraron con dureza la venganza interpuesta por la masa humana amorfa y fermentaron lágrimas gélidas.
El panorama era dantesco. La muerte vegetal destronó a machetazos la antorcha de cosecha. Absolutamente nada se atrevió a permanecer de pie. Los frutos de piel veteada y sedosa se ahogaron en lagunas de barro desdentadas.
Los duraznos sellados por un crisol naranja rosado desobediente -esos pendientes ornamentales que embellecían los cuerpos marginados bordados con troncos enraizados y hojas de verdosa seducción sensible al tacto- cayeron en el glorioso engaño de un abandono divino.
Fue así que los agricultores guardaron en su equipaje motorizado los cadáveres anestesiados por el atrevimiento de ilusiones quebradas y se doblegaron ante la supremacía de los imponderables.