La Vella & el Brayan. O del efecto paradójico de las apariencias.

23 marzo, 2017

Vamos aclarando. Soy lo que malsanamente se conoce como Generación Disney. Crecí y mamé de los clásicos del ratoncito. Recito de memoria las canciones y hago una excelente imitación de Sebastian en “Bajo el Mar”. Me gusta el cine fácil con sus gusanos del espacio y sus éxitos taquilleros lo mismo que el Frank de Donnie Darko y los Debaser de Buñuel; así que aún no llego al punto de vender mi alma (es decir, el eufemismo del culo) a ningún tipo de cine. Ni los conozco. Soy un espectador normal que aprende de acuerdo con las mamadas que le van gustando en el camino.

La Bella y la Bestia no es diferente. La adoré de niña. La adoré de nuevo en versión carnita. Estoy tan encantada con el clásico que creo que podría recitarlo de memoria, como la gran mayoría de los chicos y chicas que complementamos nuestra educación noventera con la videocasetera. Y claro, con esto no me refiero al cuento que se ha ido adaptando con los años, sino a la versión más rechucha comercial que gracias a Disney conocemos; esa que durante los últimos meses nos ha estado bombardeada en todos lados, presente en cualquier lugar de ocio y procastinación.

Es por eso que no puede entender: ¿cómo es posible que se pierda de vista su objetivo compartiendo una y otra vez los mitos más superficiales de la obra? Que si las tetas de Emma Watson definen el feminismo, que si la cinta es machista e incita a la zoofilia, que si el Síndrome de Estocolmo y la necesidad del machismo pasivo por sacar memes de Bellas luchonas. Mamadas, en general. Es un poco escandaloso el hecho de que existan hashtags incentivando una lucha contra Disney por hacer más notorio una evidente homosexualidad desde la cinta de 1991; pero lo es más tener que leer las opiniones de una buena parte de los usuarios de las redes sociales que a pesar de tener a su disposición todas las herramientas para la investigación, se limitan a reproducir en masa las opiniones de líderes faltos de capacidad analítica.

No hay excusa. No necesitamos conocer todas y cada una de las versiones literarias del cuento, sin embargo, si se ha visto al menos una vez La Bella y la Bestia en cualquier versión, hay algunos puntos que se pueden comprender sin necesidad de leer un largo artículo (o cháchara jocosa de Chinaski frustrado) que te ilustre acerca de lo que debes sentir. Si juzgas toda una obra solo por un aspecto de la película como lo es la privación de la libertad (el dichoso Síndrome de Estocolmo), se es un mal espectador. Y un pésimo analista.

Estamos en Francia, a principios del siglo XVIII (con un príncipe que será maldecido por arrogante, guiño, guiño, pasteles). Las mujeres son ganado que se obtiene a través de cacerías reguladas por los machos alphas como Gastón. Bella, una joven que ama leer (y que sabe leer, en primer lugar) ansia más de lo que la villa en la cual vive puede ofrecerle. En ese lugar, las personas la juzgan por ser diferente y a pesar de su libertad para moverse libremente por las callecitas de su hogar mientras canta, no sabe que hay más allá, aunque lo imagina. Está dentro de la caverna.

Los que crecimos con Disney, sabemos que Bella es de las primeras protagonistas femeninas en Disney con –paradójicamente- protagonismo en su película. Es una líder, fuerte, independiente y valiente que no teme rechazar al hombre más asediado del pueblo solo porque éste no llena sus expectativas. Es humilde y discreta; pero también ambiciosa por aprender, deseosa de aventuras. Cuando intercambia el lugar con su padre en el Castillo de la Bestia, ella no pierde su fuerza; por el contrario, es algo que deja por demás claro al tomar esa decisión. Bella es una rehén, pero por convicción. No es ninguna mujer sumisa.

Adam no es la Bestia. Lo es Gastón. Más claro no puede quedar, que hasta Bella lo señala en la película. Durante la misma se nos presenta de forma paralela las acciones de uno y de otro, dejando en claro la naturaleza de los mismos. El hechizo se rompe cuando Adam aprende a mirarse a través de los ojos de Bella y descubre nunca ha sido una Bestia.

¿Cursi y romántico? Probablemente. ¿Necesario? Y un carajo que sí. La Bella y la Bestia no es un cuento que hable acerca de Síndromes y sexo descarriado con animales. Es una historia que habla acerca de cómo todos aquellos que muestran características diferentes a lo normalizado, son “chicas extrañas” o “bestias”, algo que podemos contrastar con la realidad. Pensar diferente, ser jodidamente feo, pobre, pendejo o cualquiera de las etiquetas a las cuales se nos ha enseñado a temer, son adjetivos que suelen utilizarse para separarnos los unos de los otros; y así, como los cultos y letrados (de nueva cuenta los eufemismos) metaleros juzgan a los reggaetoneros, hacer uso de las mismas no engaña a nadie y no nos hace parecer mucho más listos.

En resumen: más personas deberían ser distintos, únicos y especiales Harleys Quinns como Bella; de esa forma no nos la pasaríamos chingándonos los unos a los otros con algo tan pendejo como nuestro físico, nuestros gustos cinematográficos o musicales, el color de piel, la inclinación sexual o la creencia políticoreligiosa. No que quiera ganar el Nobel de la Paz ni nada por el estilo, pero ya sabes ¿no? Sentido común.

 

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