—¡Como me duelen las rodillas!— se quejaba en silencio Francisca, mientras se agachaba para abrir una enorme bolsa de plástico transparente, la cual dejaba ver las frituras con las que llenaba otras más pequeñas para venderlas y sacar algo para comer.
Se encontraba en el pasillo norte de la estación del metro Indios Verdes, a la altura de la letra F.
Aquel día, como en la mayoría de las veces, las ventas no iban del todo bien. La gente que salía e ingresaba de la terminal le compraba a todos los vendedores menos a ella. Se acercaban a Don Hugo, un viejo panzón que nunca pudo ejercer su profesión de ingeniero civil, vendía Bubulubus de fresa y piña a tres por cinco pesos; a la señorita Raquel, quien ya era señora pero no le gustaba que se lo recordaran, vendía cacahuates japoneses a dos bolsitas por cinco pesos; a Ismael, un fiel seguidor de San Judas Tadeo que cada semana cambiaba de producto que vender: esta ocasión llevaba pares de tenis originales a cincuenta pesos; e incluso a Carlos y a Paulina, unos novios que tuvieron que salirse de la prepa pues se convirtieron en jóvenes padres, ahora vendían audífonos y manos libres con entrada universal a veinte pesitos.
Si a la mayoría no les iba del todo bien, por lo menos les iba, pero a Francisca ni eso. Quizás el problema de aquella anciana de cabello opaco, nariz chata, ojos tristes y sonrisa desdibujada era su falta de presencia en el pasillo: mientras los mercaderes se peleaban por ver quien gritaba más fuerte sus ofertones, Francisca apenas si soltaba palabra. Si pasabas tranquilamente por el pasillo de Indios Verdes, con un poco de suerte, podrías ver a los lejos los labios partidos de la viejecilla moviéndose lentamente y tratando de decir: “Lleve sus cheetos a cinco pesos”.
Sin embargo la palabra “tranquilamente” e “Indios Verdes”, nunca vienen juntas en una oración. Sabías el precio de las botanas que vendía Francisca por aquel pedazo de cartulina anaranjada que decía “Bolsa de Cheetos a 5 pesitos”, el cual había sido escrito por el estudiado de Don Hugo, ya que Francisca no sabía leer ni escribir.
Una tarde, la labor de los vendedores del pasillo norte fue interrumpida por un largo y agudo chiflido realizado por Ismael. Ese sonido era una alerta de que se acercaban los policías, obligándolos a huir del lugar con sus productos ya que estaba prohibido vender dentro de las instalaciones del metro.
Todos corrieron del lugar por la salida de la letra más cercana, pero Francisca se quedó inmóvil, quizá porque no le importaba o porque no podía escapar rápidamente. Cuatro azules y un joven trajeado se acercaron sin ninguna prisa a la anciana. — ¿Es usted Francisca Velázquez de Mora?— dijo el hombre que vestía con un traje negro con ligeras rayas grises, camisa blanca, y corbata roja. La viejecilla no dijo ni una palabra, sólo con los ojos medio cerrados veía al joven.
— ¡Respóndale al licenciado anciana sorda, si no quieres que la llevemos al tambo por andar vendiendo sus cochinadas en el metro!— se refirió uno de los policías a Francisca con la voz levantada. —Tranquilo oficial, usted no hará nada—señaló el caballero, para después dirigirse a la anciana— Señora, soy el licenciado Carlos López Pérez, ¿es usted Francisca Velázquez de Mora? —El trajeado notó cierto miedo en la mirada de la anciana— no se preocupe no le pasará nada malo.
Aun titubeando un poco, Francisca asintió a la pregunta del licenciado. —Yo represento a la Secretaría de Desarrollo Social, y vengo por orden del presidente a ofrecerle los beneficios del programa Prospera— dijo orgulloso aquel hombre elegante, mientras la mujer lo veía desconfiada y un poco desentendida.
—El programa Prospera beneficia a la gente pobre, como usted, por eso le realizaré un cuestionario para determinar su nivel socio económico—, le comentó Carlos a la anciana, quien nuevamente asintió con la cabeza.
—Muy bien señora— exclamó el licenciado —me podría dar alguna identificación donde yo pueda corroborar que usted es Francisca Velázquez de Mora, como su credencial de elector por ejemplo.
—Yo no la tengo, señor— respondió la Francisca, sin ver a los ojos a Carlos, quien ligeramente enfadado dijo: — ¿Cómo que usted no la tiene?, Entonces deme, por favor, algún documento donde pueda verificar que es usted; algo como su acta de nacimiento, su CURP, algún comprobante de domicilio.
La anciana, aún sin poder mirar al licenciado a los ojos, contestó: —Mire señor, no tengo ningún documento ni nada, la credencial de elector la tenía porque cada que hay elecciones vienen representantes de partidos políticos y el primero de ellos que llegue la saca por ti, sólo les dices los datos que te sepas y ellos llenan por su parte los que te faltan, para después comprarte tu voto. Y como ya se aproximan las elecciones, vinieron unos fulanos y se llevaron mi credencial a cambio de quinientos pesos. Dijeron que me la devolverían pasando junio.
En sus mejores tiempos, Francisca creía que el voto era algo importante, que no se vende ni se compra, pero las circunstancias han cambiado y hasta ella entiende que a veces una despensa o algo de dinero valen más que ejercer tu derecho.
—Hablando de su credencial de elector— continuó Carlos— ¿por qué en su domicilio aparece la dirección de este metro?
—Pues ya se lo dije señor, ellos llenan los datos que faltan como quieren, yo no tengo casa, duermo donde me llegue la noche.
El licenciado, sin sorprenderle la respuesta de Francisca, siguió con el cuestionario.
—Bueno señora, dígame cuál es su fecha y lugar de nacimiento.
Francisca se quedó pensando por unos segundos con la mirada puesta al suelo. Mientras sus manos jugaban con su deslucido chal azul.
—Nací el 28 de enero de 1930, a las orillas de un pequeñito pueblo de Guerrero, en el municipio de Tixtla.
Un poco sorprendido Carlos le preguntó a la viejecilla — ¡Ah! ¿qué usted no es de aquí? ¿Cuántos años lleva viviendo en la capital?
Haciendo cuentas Francisca respondió un poco insegura —Casi veinte años.
— ¿Todo este tiempo ha vivido de vender frituras?— preguntó Carlos incrédulo.
—No, llevo como tres años vendiendo mis frituras, antes limosneaba en las calles— respondió Francisca.
—Y ¿por qué se fue de allá?, ¿no tiene familia con quien vivir? — dijo el licenciado un poco preocupado.
A Francisca se le nublaron los ojos al oír las palaras del caballero y comenzó a contar su historia: —Cuando vivía en Guerrero, mi vida era mejor que aquí. Vivía con mi esposo y tenía cuatro hijos: Rubén, Rutilo, Raúl y Rosita. Mi esposo, Ricardo, había heredado unas tierras y unos animalitos de su padre. No era mucho pero era suficiente como para tener una vida modesta.
Un día mi viejo enfermó, así que tratamos de llevarlo a Chilpancingo para que lo atendieran, pero las veces que íbamos teníamos la mala suerte de que bloqueaban la carretera. Era imposible y muy costoso llevar buenos doctores hasta Tixtla. Mientras, los médicos del pueblo decían que no tenían ni los materiales ni las medicinas necesarias para atenderlo. Nunca supimos que tenía, murió a los pocos meses. Tiempo después cuando me vine a la capital me enteré que la enfermedad que tenía mi viejo era tifoidea.
Cuando Ricardo falleció, comenzaron las complicaciones. El presidente municipal nos quiso comprar las pocas tierras que teníamos. Dizque iba a hacer una carretera que pasaba por ahí. Nosotros hubiéramos aceptado, pero el dinero que nos ofrecía era muy poquito y como vio que no nos íbamos a dejar, el condenado nos cortó el agua que usábamos para regar nuestros frijoles y el maíz, y darles de tomar a nuestros animalitos, por lo que comenzamos a perder tanto nuestro ganado, como nuestros cultivos. Y para terminarla de amolar, como mi esposo y yo nunca nos casamos, ni por la iglesia ni por el civil, además de que él nunca escribió su testamento, pues ni sabía escribir, el presidente determinó que las tierras no eran de nadie, así que nos la quito sin darnos un quinto. Sólo nos dejó nuestra casa y una huertita.
El terreno lo cercaron junto con letreros que decían “propiedad privada”. Nunca vi que hicieran la carretera que tanto nos decían y por la que pelearon nuestras tierras.
Como el dinero ya no nos alcanzaba, Rutilo y Rubén comenzaron a buscar trabajo más allá del pueblo. Primero fueron a Acapulco, pero no encontraron nada, la misma suerte les llovió en Chilpancingo. Y cuando decidieron ir a la capital les fue peor: les robaron lo poco que llevaban y se regresaron pidiendo aventón. Ya de vuelta en el pueblo, decidieron irse al norte, a los Estados Unidos, y de ahí ya no supimos más de ellos.
Rosita se enganchó con un joven, hijo del ricachón del pueblo, y se la llevó quesque a vivir a la capital, pero igual nunca volvimos a saber nada de ella.
Raúl se casó con una bella joven, tuvo un hijo con ella al que llamó Alexander. A ellos nadie les hacía nada, tenían una humilde tortillería. De ahí estaban ahorrando para hacerse de su casita, pero la maldita suerte nos volvió a traicionar. Un loco mató a mi hijo porque quería quitarle a su mujer. El tipo fue arrestado y lo condenaron, pero ya nadie me regresaría a mi Raulito, su mujer se quedó sola cuidando a su hijo, pero enfermó y después murió, creo que fue de tristeza. Yo me quedé con el niño, el pequeño Alexander. Me costaba trabajo pero salíamos adelante. Sin embargo, decidí venir a probar suerte aquí en México, así que deje a Alex con su otra abuela.
Desde que aprendió a escribir, Alexander me enviaba una carta cada mes, a la dirección de una iglesia en Azcapotzalco. Le pedía al cura que me leyera las cartas que mi nieto me enviaba, pero desde septiembre pasado ya no me ha llegado ninguna noticia de él. En las últimas cartas, él me contaba que había entrado a la Normal del pueblo, vitoreaba que en esa escuela había estudiado un tal Lucio Cabañas. Siempre escribía que cuando acabara la escuela vendría por mí a la capital.
Cada viernes voy a la iglesia y preguntó si llegó algo para mí pero siempre regreso sin nada. Éste será el quinto mes y sigo sin saber nada de él, pero en Dios confío que esté bien.
Carlos, deshaciendo un nudo en la garganta, apenas artículo palabra. —Lamento mucho lo que ha sufrido, señora Francisca, pero no se preocupe, por eso estoy yo aquí para ayudarla— después de decir esto, el licenciado continuó con el cuestionario:
—¿Cuántas veces come al día, señora?
—Pues gracias a Dios, comida nunca hace falta. Mínimo una vez al día, pero cuando el día es bueno como hasta dos veces— respondió Francisca un poco alegre.
—Y, ¿qué come?— preguntó Carlos.
—Frijolitos, arrocito y tortillitas—. El licenciado continuó preguntando. —Y, ¿cada cuándo se asea?
—Una vez a la semana— respondió Francisca apenada — en la Iglesia que ya le había dicho, el padrecito me da permiso de lavarme y yo le ayudo lavándole la ropa o limpiando su oficina. A veces me invita a echar la papa en el comedor comunitario.
—Bueno, Francisca, comida nunca le hace falta, se asea cotidianamente, no tiene una vivienda, pero su hogar es la calle, y en ahí hay servicio eléctrico, agua, drenaje, teléfono y pavimentación. Ahora dígame, ¿cuenta con servicio médico?
Francisca negó con la cabeza, mientras Carlos continuaba escribiendo.
—No se preocupe señora, podrá registrarse en el Seguro Popular, que es totalmente gratuito— dijo el licenciado a la anciana con una enorme sonrisa en la cara.
Francisca no dijo nada, ella ya había escuchado sobre ese programa, pero como no tenía ninguno de sus papeles para hacer el registro, no le daban el servicio.
—De acuerdo con los parámetros que me dio el Gobierno de la República— prosiguió Carlos —donde define como grado de pobreza cuando se carece de la mayoría de los servicios básicos, y como usted, en el sentido estricto de la definición, sólo carece de servicio médico y no de la mayoría de los servicios básicos, lamento informarle que no podré otorgarle los servicios del programa Prospera.
A pesar de la noticia, la cara de Francisca no cambió, se mostraba serena ante las palabras del licenciado.
Por su parte, Carlos se sorprendió de la serenidad que la señora mostraba.
— ¿Se encuentra bien, Francisca?— dijo Carlos en un volumen tan bajo, casi como un susurro.
Francisca lo volteó a ver, le sonrió y dijo —Sí, de todas maneras ya sabía el resultado que obtendría.
El licenciado aún sin poder entender le preguntó — ¿Ah, sí?, ¿Cómo lo supo?
Francisca con una sonrisa aún más resplandeciente contesto —Porque es la sexta vez que me lo hacen.