Recuerdo aquellos días en la preparatoria, llenos de calor, los primeros días de primavera. Llegan a mi cabeza imágenes claras de ese amplio y blanco salón. Mis compañeros de clase haciendo bromas tontas, hablando de cosas burdas: los conflictos familiares y el divorcio de los padres de uno, el herpes de otro y, por lo tanto, el herpes de dos amigas estudiantes que compiten por ser las ganadoras de un miembro circuncidado y viril. Si, parece que fue ayer.
En aquel entonces, para lograr la calma y no salir a mitad de la clase en busca de espacio abierto, libertad y algo que impidiera el inminente colapso mental, ponía en mi mente la blancura y amplitud de aquella inmensa habitación donde el guerrero más fuerte del universo entrenaba a su hijo. Cada uno de los episodios de esa fantástica y motivadora serie de dibujos animados creada por Akira Toriyama se reproducían de manera casi perfecta en mi cabeza. Ahora ¿quién es el tonto?. El profesor comentaba algo sobre Carl y su entrañable amistad con Friedrich, todos ponían atención al discurso, probablemente solo aparentaban. Lamentablemente aún no han inventado algo para leer la mente de las personas, o quizás si. ¿Qué hacía un joven estudiante como yo, con un futuro tan prometedor, recapitulando para sí mismo episodios de una caricatura para niños a mitad de la clase? Nada. No hace más que sobrevivir a la tortura mental.
El cerebro humano es un órgano maravilloso con capacidades impresionantes, una poderosa súper computadora capaz de llevar a cabo cálculos inimaginables. La cantidad de datos que el cerebro humano común puede procesar es incalculable. Y qué hay de todos esos cerebros prodigio con capacidades superiores a lo normal. Como es conocimiento de todos, gracias a internet, el cerebro humano común solo desarrolla, en promedio, el 10% de su capacidad real, por qué?. ¿Será simplemente que unos son menos listos que otros?¿ será por cuestiones genéticas?¿ si vengo de una familia de tontos estoy predestinado a ser igual de tonto que ellos?¿ será culpa del gobierno? Cuando era pequeño y mis padres discutían por la falta de pan y vino en la mesa decían que era culpa del gobierno, «todo es culpa del gobierno», decían. Quizás mi estupidez y la de otros tantos estúpidos sea culpa del gobierno, quizás no. Probablemente sea culpa del sistema, ese sistema del que todos formamos parte pero al que nunca entendí realmente, quizás porque soy tonto.
Cuando era pequeño y asistía a la primaria, e incluso los primeros años de secundaria, cuestionaba todo. Las palabras que con mayor frecuencia salían de mi boca eran dos: ¿por qué?; ¿por qué esto?, ¿por qué lo otro?, ¿ por qué se puede?, ¿ por qué no se puede?, ¿ por qué hay?, ¿ por qué no hay?, ¿por qué existe?, ¿por qué no existe?, ¿ por qué estoy aquí?, ¿ por qué pienso?, ¿por qué me hago estas preguntas? y más cosas igual de aburridas que esas. Ahora todo es diferente. Me interesan interrogantes mucho más interesantes que aquellas cosas locas, ¿ cómo puedo ganar mucho y hacer poco?, ¿cómo conseguir más seguidores en Facebook?, ¿a cuál de mis hijos nombraré Kevin?, ¿con chile del que pica o del que no pica? No se a qué se deba. Probablemente sea la madurez, probablemente no. Quizás me di cuenta de que aquellas preguntas que salían a chorros de mi cabeza durante mi infancia no me llevarían a ningún lugar, al menos en este mundo. O a lo mejor, aunque lo dudo mucho, el sistema me tostó el cerebro con esa forma tan peculiar de adiestrar humanos: la homogeneización de la sociedad. Si, la continua exposición a información basura atrofió mis neuronas, quizá eso fue lo qué pasó; quizás no. A lo mejor es culpa mía y de la sociedad en la que vivo por hacer responsables de lo que me sucede a todos excepto a mí. No lo sé, creo que estoy divagando. Eso de divagar se me da cuando se me adormece el cerebro, no a todos, solo a los que tenemos un futuro prometedor, o lo teníamos.