Cuento: Noche de paz

-¿Qué comeremos este año? Yo como que tengo antojo de romeritos.

Silencio. En el fondo, sólo las luces multicolores acompañan el compás de la voz que insistentemente pregunta sobre la cena de ese año. 

-¿Mamá, contéstame, qué cocinaremos?

-Lo mismo de siempre, respondió.

-¡Anda, anímate, jefa! Este año te compré un montón de cosas. ¿Ves ese árbol? Está lleno de regalos para ti.

-No me interesan. Tú sabes qué es lo único que quiero.

-Madrecita, usted sabe que si yo pudiera, aquí mismo la hago aparecer, pero no puedo- dice mientras se lleva las manos a la cabeza, sabe que no hay respuesta que calme un alma en pena. 

-Entonces, nada de lo que puedas darme me va a gustar. ¡Vete de aquí, deja de estarme chingando!

-No me hables así, yo no tengo la culpa de lo que sucedió.

-¿Que no te hable así? Todos festejan sus putas fiestas y yo aquí, incompleta, con más ausencias que presencias. Dime tú con quién celebro si sólo te tengo a ti. Ya no hay nadie en esta mesa, algunos se fueron, nos dieron la espalda, aunque sigan aquí. Otros en cambio, otros sencillamente nunca van a regresar, aunque quieran. Esos, mijito, esos son los que quiero tener aquí, merodeando en mi comida, bebiendo y bailando, diciéndome que este año fue el mejor de su vida o que el siguiente seguro será el bueno. Quiero esas palabras de regalo, quiero volver a escucharlas. Dudo mucho que en tus pinches cajas encuentre la voz de los que amo. Así que dime entonces… qué chingado festejo.

De nuevo el silencio quemó aquella habitación, como quema el frío cuando azota en cada centímetro de tu piel. No hay cómo protegerse, sencillamente, no lo hay. Cuando tu cuerpo se congela, basta con que uses una chamarra y listo, pero cuando son las palabras las que ocasionan tal sensación ¿con qué se cubre uno?

No dijo más y dejó a su madre sola frente a la estufa, haciendo lo que tenía que hacer porque no hay de otra. Alguien toca la puerta. Ella con desgano, se aproxima a la entrada, suplicando por dentro que no sea uno de sus molestos vecinos que vienen a desearle felices fiestas porque si es así, segurito lo manda a la fregada. Abre y no hay nadie, sólo algo.

Una bolsa negra reposaba al pie de su morada. Abrió aquel bulto con una sonrisa en su rostro, como la de aquel niño que desesperadamente rompe la envoltura para encontrarse debajo de todo eso con el premio mayor. Era un regalo, sí, ése que esperaba desde hace varios inviernos: el cuerpo de su hija. 

Suspiró. Por fin, una Navidad tranquila. 

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Periodista con gusto por la antropología. Escribo hasta que las palabras se me agoten. Amante de la fotografía, los viajes y las letras. Busco contar historias que vayan más allá de un "érase una vez". He colaborado en sitios como Notimex, A21, Contacto en Medios y el GACM.

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